En mi familia, abundaban intelectuales y gente con carisma y combatividad, a Dios gracias. Mas la persona que marcó mi vida y la llenó de luz y amor para siempre, fue mi abuela materna, Freha (significa Alegría) Botbol. Una mujer dulce y pacífica, entrañable, analfabeta y rebosante de lo esencial: alma y espíritu al servicio de la verdad última y esencial, sencilla porque intacta e incorruptible.
Tuve la fortuna de tenerla y de disfrutarla entre los 5 y los 10 años. Luego se marchó a Canadá con dos de sus hijas. La visité en Toronto, una vez casada y recién parida de mi segundo bebé.

Auto-retrato con cinco años de edad. oleo y espátula: 73 cm X 51cm. Preciada Azancot
Cuando se fue, la eché mucho de menos pero le estaba tan agradecida por haber sembrado en mí el germen de lo que fue y sigue siendo lo único importante de mí-misma y lo único que cultivé y preservé durante mi vida entera, eso mismo que ella tenía y me había anclado en la vida.
Cada día me escapaba de casa, corría como un rayo hacia la cuesta nueva del Telégrafo inglés de Tánger y llegaba a lo que era mi refugio, mi isla, su casa.
Era muy religiosa, siempre llevaba pañuelo sobre la cabeza y sólo hablaba ladino. Era muy abierta, muy permisiva, era la hospitalidad hecha persona. Tenía una cama que me parecía inmensa, de cobre inglés, dónde me dejaba tenderme y en la cual me rodeaba de las revistas románticas de mi tía Mercedes y de galletas. Desde entonces, todas mis camas son de cobre inglés. Estaba siempre en casa, alegre como una castañuelas, presentándome, en cuanto yo entraba, a sus queridas gallinas, a quienes ponía nombre y contándome las fechorías del único gallo fatuo de su gallinero. Nunca permitió que se sacrificara a una de sus gallinas, ni siquiera para Kippur, pues todas morían de viejas.
Mientras yo leía toda esa literatura prohibida a mi edad, ella cocinaba en un annafe con carbón, “guisaditos ´akdeados que le quedaban como letuario” y que se alegraba tanto de hacerme probar en minúsculos platitos. Tenía una magia manejando especias, que heredé también de ella, no sólo para cocinar, sino para pintar.
Cuando yo enfermaba, ella tenía remedios caseros mano de santo y su preferido era una piedra blanca transparente que tiraba sobre las brasas de su annafe y sacaba el mal de ojo, un asqueroso injerto grisáceo que me hacía aplastar con el talón, tras aislarlo sobre un periódico, y que luego tiraba con mucha seriedad y convicción al excusado, que es donde debía estar. Me sentía inmediatamente aliviada y fuerte, y de allí permaneció mi convicción sobre las causas emocionales de todas las enfermedades.
Nunca veía el mal por ningún sitio y jamás la oí maldecir ni decir una palabra desagradable u ofensiva. Era pobre, pero regalaba todo lo que tenía a los necesitados. A veces cuando mi abuelo llegaba de sus tres rezos diarios en la sinagoga, no había nada que comer porque ella había dado la cena a algún pobre que pasaba por allí y no le había pedido nada.
Era cariñosa, cercana y nada pegajosa y permitía, muerta de risa, que mi hermanito masajeara sus generosos pechos mientras vaticinaba que sería un Don Juan. Tenía reuma en las rodillas y mi hermanito le prometía que sería doctor para curarla. Mantuvo su palabra.
De mí nunca hacía vaticinios, lo cual era extraño en alguien tan mágico y visionariamente certero, como ella fue. Sólo me miraba con un amor aún más hondo y aprobaba secretamente, sin añadir nada más. Me traía más revistas románticas y más tapitas de guisos ricos. Prácticamente, no nos hablábamos porque fue la única persona con quien la comunicación fluía en permanencia de mirada a mirada, de silencio a silencio. Era algo así como si ambas estuviéramos rezando juntas, siempre juntas, por la misma paz, por el mismo amor universal.
Hoy, abuelita, por favor, a grandes males, grandes remedios, necesito que nos ayudes desde el cielo, enciendas ese annafe tuyo que seguramente te habrás llevado arriba, y aplastes ese mal de ojo que cayó sobre el mundo y sobre sus mejores habitantes. ¡Amen!
Preciada Azancot, Octubre de 2015
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